Topógrafo corneal portátil incubado en la UNAM
PACHUCA, Hgo., 5 de agosto de 2015.- La culpa de la transformación de las vías del mundo en una auténtica jungla tiene un nombre, Henry Ford.
Mientras que a finales del siglo XIX las calles vivían en armonía con el paso de algún carruaje y mucho peatón, el empresario americano presumía en 1906, seguro de su capacidad visionaria, de que no solo construiría un coche para el pueblo, sino de que además sería «el automóvil universal». Lo hizo.
Dos años más tarde le daba los últimos retoques en fábrica al Ford T. Era septiembre.
El 1 de octubre, su motor de cuatro cilindros y 20 caballos lo hacía rodar a una velocidad máxima de 71 kilómetros por hora.
En 1913, el icónico automóvil comenzó a producirse en masa. Todo el mundo quería uno. Todo el mundo se hizo con uno. Y, de repente, la calle se convirtió en una jungla de vehículos que circulaban sin ley alguna.
El aumento del tráfico, repentino y veloz, suplicaba un orden. Alguien o algo que diese la vez. Así, el 5 de agosto de 1914, solo ocho días después de que en Europa estallase la Primera Guerra Mundial y hace exactamente hoy 101 años, se instaló en Cleveland el primer semaforo eléctrico.
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