Ráfagas: Tatiana Ángeles, cuentas pendientes
Cuando Santiago Carrillo poco antes de la muerte de Franco le preguntó al presidente nacional del PRI las razones por las que México no se decidía a tomar el sendero de la transición de un régimen autoritario a un sistema democrático, la respuesta de Jesús Reyes Heroles fue un poco tensa porque el modelo sistémico mexicano caracterizaba más hacia el endurecimiento que a una dictadura.
El sistema político de México era difícil de caracterizar: calificaba para dictadura y autoritarismo, pero con prácticas políticas flexibles que solamente protegían de la crítica al presidente de la República. A raíz de la respuesta autoritaria del Estado mexicano a las protestas estudiantiles de julio-octubre de 1968 y al colapso represivo el 2 de octubre con ataques armados estudiantiles contra un mitin y la respuesta también armada del Ejército –México, en aquel entonces, carecía de policía federal o policía antimotines–, el embajador y ensayista Octavio Paz escribió que ese incidente colocaba México ante el dilema de dictadura o democracia.
Las viejas percepciones académicas no alcanzaban a analizar con seriedad al régimen mexicano del PRI: se negaba la dictadura, pero se aceptaba una caracterización poco científica pero entendible de dictablanda y en 1991, en un seminario internacional sobre el mundo posterior al desplome soviético, el novelista Mario Vargas Llosa dijo que México –un poco en modo de Huxley, pero también del Étienne de La Boétie de la servidumbre voluntaria– era la dictadura perfecta: un Estado autoritario con fuerza represiva disponible, pero que incluía en su seno y bajo subsidio institucional o apoyos económicos legales a los más radicales disidentes, entre ellos, militantes comunistas proscritos, pero con soportes de tipo educativo.
El escenario de interpretación del régimen mexicano ha entrado en las últimas fechas a una nueva dinámica política: el presidente López Obrador ha sido acusado de encontrarse en ruta de construcción de una tiranía, pero con espacios de libertad nunca vistos para que los mexicanos digan sin temor las críticas más radicales y no haya, como en el pasado priista y panista, presos políticos en las cárceles.
En el fondo, el proyecto político del presidente López Obrador ha representado un punto de agotamiento del proceso de transición de México a la democracia que habría comenzado en el 68 con las protestas callejeras y la represión en Tlatelolco el 2 de octubre y también habría llevado a la alternancia de derecha con Vicente Fox en 2000, a la restauración del viejo PRI en 2012 y la victoria contundente del movimiento populista de López Obrador en 2018.
En términos estrictos, México consolidó su transición a la democracia en las elecciones de 1997 que ganó el populista Cuauhtémoc Cárdenas para gobernar la capital de la República y en las elecciones del 2000 con la victoria del derechista Fox para la alternancia partidista en la presidencia. Pero ha resultado que todo esté largo, complicado y sacrificado tránsito mexicano para abandonar el régimen autoritario del PRI ha carecido de una conducción política e ideológica y se ha agotado solo en el relevo de algunas posiciones de poder.
México siempre ha sido muy complejo de entender. Hoy vivimos un régimen de relevo democrático que respeta al voto –una reforma electoral por goteo– que pudo llevar a la alternancia partidista en el 2000, pero que no supo o no pudo cumplir con el ritmo Morlino de cambio político: construir y consolidar una democracia de leyes e instituciones por la falta de un pacto político opositor para instaurar la democracia como régimen y no como filosofía práctica. Los gobiernos del PAN en 2000-2012 acordaron con el PRI la viabilidad de corto plazo, pero a cambio de no realizar reformas sistémicas.
El proyecto de gobierno del presidente López Obrador puede resumirse en el avance de decisiones que estarían restaurando el viejo modelo populista fundado por la Constitución de 1917, el gobierno de masas –y no de clases– del presidente Cárdenas y la estrategia de Bienestar Social del PRI. Pocos han atendido que México como sistema/régimen/Estado escapa a los modelos teóricos interpretativos de democracia procedimental o electoral. El artículo 3 de la Constitución es el único que fija el valor teórico de la democracia mexicana, “considerando a la democracia no solamente como una estructura jurídica y un régimen político, sino como un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo”. Es decir, por mandato constitucional vigente el bienestar de los mexicanos tiene más valor legal que la democracia procedimental.
El modelo democrático histórico de México nació con la Constitución de 1917 y duró hasta finales de 1982; de 1983 a 2018, México abandonó el objetivo constitucional de bienestar y centró todo su proyecto social en la consolidación de un régimen de mercado –es decir: neoliberal–, lo que condujo a que en el ciclo populista el producto nacional promedio anual de 1934 a 1982 fuera de 6% –lo que se llamó el milagro mexicano–, en tanto que el periodo neoliberal de 1983 a 2018 ese producto fue de 2% promedio anual.
Aun sin un proceso formal, México transitó del régimen autoritario del PRI a un ciclo de liberalización política por medio de elecciones libres, con un modelo de democracia electoral formal, pero sin ningún proyecto específico de consolidación de la democracia; es decir, que el PRI siguió imponiendo sus reglas autoritarias a través de pactos de sobrevivencia de la oposición que ganó las elecciones pero que careció de una propuesta de reorganización integral del régimen, con la circunstancia agravante de que tuvo que pactar con el viejo PRI para evitar la ruptura.
La inestabilidad política actual de México es producto de la falta de un acuerdo integral de transición de la democracia. Los cambios políticos fueron aislados, a veces impuestos con criterios autoritarios y casi siempre con agendas de corto plazo. Ahora mismo, una oposición de clase media ha salido de manera masiva a las calles en dos ocasiones en tres meses, pero encontrando también una movilización masiva en las calles de la coalición del presidente López Obrador.
La disputa se ha centrado en la propuesta oficial de reforma electoral que disminuye el tamaño y funciones del Instituto Nacional Electoral. Sin embargo, el problema de México no es de elecciones sino de tensiones entre grupos y clases y la transición se quedó solo en el respeto al voto y no se preocupó por construir nuevas instituciones de gobierno. En pocas palabras, puede decirse que la crisis de México es entre el viejo PRI estatista que quiere regresar y organizaciones sociales y políticas que representan al nuevo PRI neoliberal que no pudo consolidar su legitimidad estructural.
Las opiniones y conclusiones expresadas en el artículo son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente reflejan la posición de Quadratín.