
A propósito de Gatell, ¿se aprendió en la pandemia?
PACHUCA, Hgo., 7 de julio de 2025.- Vivimos tiempos en los que la palabra “diversidad” resuena con fuerza en casi todos los espacios: en lo político, en lo social, en lo educativo y en lo económico. Reconocer que nuestra sociedad está compuesta por una pluralidad de ideas, identidades y formas de vida, debería ser motivo de orgullo y evidencia de la riqueza intelectual de nuestro país. Sin embargo, esa misma diversidad, lejos de unirnos, muchas veces nos fragmenta. Las diferencias se convierten en trincheras, y el debate público genera, con frecuencia, confrontación, violencia verbal y psicológica.
En otros tiempos, se nos aconsejaba no hablar de política o religión en la mesa del café con los amigos. Pero nadie anticipó que las redes sociales transformarían esa mesa en un espacio global, donde todos hablan, debaten, acusan o descalifican. Hoy no hace falta reunirse físicamente para discutir; basta con un dispositivo móvil para acceder a un ring constante de opiniones, muchas veces sin filtros, sin escucha, sin empatía.
Cualquier tema ha dejado de ser terreno exclusivo de los expertos o aficionados. Ahora, el ciudadano común opina, exige, interpela desde su vivencia cotidiana. De ahí que las redes sociales se hayan vuelto un verdadero “micrófono abierto” donde resuenan voces que antes sólo se escuchaban en círculos íntimos. No es que antes estuvieran calladas, simplemente no eran visibles.
Este fenómeno también ha producido una dinámica peligrosa: los desacuerdos ya no se traducen en deliberación, sino en etiquetas que sustituyen los argumentos. Así ocurrió con el caso de Lady Discriminación, una mujer que se negó a pagar el parquímetro, discutió con un agente y fue grabada mientras hacía comentarios clasistas. Más allá del incidente, lo que se viralizó fue la etiqueta, el juicio inmediato y el linchamiento digital. El hecho dejó de ser analizado como síntoma de un problema más profundo: la pérdida del diálogo público, del debate de ideas, del respeto, de la frustración social que existe, y pasó a convertirse en entretenimiento punitivo. Cuando cada diferencia termina en ataque, lo que se destruye no es la idea, sino el espacio donde convivimos.
La comunicación enfrenta hoy un reto ineludible: saber decir, cómo decir y cuándo decir. En cada palabra pública, se juega la imagen de una institución, la confianza en un funcionario o la percepción de toda una administración. Y en esta arena, las habilidades blandas —empatía, escucha activa, inteligencia emocional, uso del lenguaje— son más necesarias que nunca.
Por otro lado, la ciudadanía exige algo más que cifras técnicas: necesita comprensión. Quiere saber cómo se hacen las cosas y cómo le afectan. La comunicación efectiva no solo informa: genera conexión emocional, construye puentes y reduce la distancia entre quienes gobiernan y quienes son gobernados.
Muchas instituciones repiten frases como “las cosas se están haciendo bien”, pero si la población no lo percibe, esa comunicación fracasa. ¿Se están comunicando las políticas públicas con claridad y sensibilidad? ¿Se escucha lo que expresan las redes, incluso en su desorden?
Un gobierno que comunica con claridad, empatía y escucha logra mayor legitimidad. No solo en lo electoral, sino en lo cotidiano: en la participación ciudadana, en la aceptación de las políticas, en la construcción de comunidad.
Por eso, más allá del debate ideológico, necesitamos enseñar habilidades para la convivencia democrática desde la educación básica. Usar el lenguaje con responsabilidad, evitar descalificaciones y asumir que pensar distinto no nos convierte en enemigos. La clave está en mantener el debate, no la confrontación.
Las de chile seco
Cuando cada diferencia termina en ataque, lo que se destruye no es la idea, sino el espacio donde convivimos.