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MÉXICO, Hgo., 23 de diciembre de 2014.- Según la revista Forbes en todas las civilizaciones, el hecho de que el poseedor del capital obtenga, sin trabajar, una parte sustancial del ingreso nacional y que la tasa de rendimiento del capital sea generalmente de cuando menos 4 a 5 por ciento anual ha suscitado reacciones violentas, a menudo de indignación, y respuestas políticas de naturaleza diferente. Una de las más extendidas es la prohibición de la usura, presente de diferentes formas en casi todas las religiones, sobre todo en el cristianismo y el islam. También los filósofos griegos estaban muy divididos por los intereses, que llevan a un enriquecimiento potencial infinito, pues el tiempo nunca deja de transcurrir.
Es ese riesgo de lo ilimitado lo que señala con insistencia Aristóteles cuando subraya que la palabra “interés” en griego (tocos) quiere decir “niño”. Para el filósofo, el dinero no debe engendrar dinero. En un mundo en el que el crecimiento es escaso, donde tanto la población como la producción son casi iguales de una generación a otra, ese riesgo de lo ilimitado parece particularmente destructor.
Según la publicación de Thomas Piketty, el problema es que a las respuestas formuladas en términos de prohibición suele faltarles coherencia. La prohibición de prestar con interés tiende, en general, a limitar ciertos tipos de inversiones y ciertas categorías particulares de actividades comerciales o financieras que las autoridades políticas o religiosas vigentes consideran menos lícitas y menos dignas, pero sin cuestionar el rendimiento del capital en general.
En las sociedades agrarias europeas, las autoridades cristianas se cuidaban de poner en tela de juicio la legitimidad de la renta de la tierra, que las beneficiaba y de la cual vivían también los grupos sociales sobre los que se apoyaban para estructurar la sociedad. La prohibición de la usura debía pensarse más como una medida de control social: ciertas formas de capital parecían más inquietantes que otras porque eran menos fácilmente controlables. No se trataba de cuestionar el principio general según el cual un capital puede producir un ingreso a su poseedor sin que éste tenga que trabajar.
La idea era desconfiar de la acumulación sin fin: los ingresos derivados del capital debían utilizarse de modo conveniente, en la medida de lo posible para financiar buenas obras e indudablemente no para lanzarse a aventuras financieras que podrían alejar de la verdadera fe. Desde ese punto de vista, el capital inmobiliario era tranquilizador, pues parecía no poder hacer más que seguir siendo idéntico año tras año, siglo tras siglo.
De este modo, todo el orden social y espiritual del mundo parecía inmutable. Antes de convertirse en el enemigo jurado de la democracia, durante mucho tiempo los ingresos inmobiliarios se vieron como el germen de una sociedad apaciguada, cuando menos para quienes los poseían.
La solución sugerida por Karl Marx y muchos otros autores socialistas del siglo xix, y puesta en práctica por la Unión Soviética en el siglo XX, es mucho más radical y cuando menos tiene el mérito de la coherencia. Al abolir la propiedad privada del conjunto de los medios de producción, tanto para las tierras y los bienes inmuebles, como para el capital industrial, financiero y empresarial, con excepción de algunas cooperativas pequeñas y parcelas individuales, desaparecía el conjunto del rendimiento privado del capital. La prohibición de la usura se generalizaba: la tasa de explotación, que en Marx medía la parte de la producción que se apropia el capitalista, por fin desaparecía, y con ella la tasa de rendimiento privado.
Al llevar a cero el rendimiento del capital, la humanidad y el trabajador se liberaban finalmente de sus cadenas y de las desigualdades patrimoniales arrastradas desde el pasado. El presente volvía a predominar. La desigualdad r > g ya sólo era un amargo recuerdo, sobre todo porque el comunismo amaba el crecimiento y el avance técnico.
Desgraciadamente, el problema para las poblaciones afectadas por estos experimentos totalitarios era que la función de la propiedad privada y la economía de mercado no era sólo la de permitir que los poseedores del capital dominaran a quienes no tenían más que su trabajo: estas instituciones también desempeñaban una función útil para coordinar las acciones de millones de individuos y no era tan fácil prescindir de ellas por completo. Los desastres humanos causados por la planificación centralizada lo ejemplifican muy claramente.
El impuesto sobre el capital permite dar una respuesta a la vez más pacífica y eficaz al eterno problema del capital privado y su rendimiento. El impuesto progresivo sobre el patrimonio individual es una institución que permite al interés general retomar el control del capitalismo, apoyándose en las fuerzas de la propiedad privada y la competencia. Cada categoría de capital se grava de la misma manera, partiendo del principio de que los propietarios de los activos están en mejor posición que el gobierno para decidir qué inversiones realizar. Si es el caso, la progresión del impuesto puede ser intensa para las grandes fortunas, y esto puede hacerse en el marco del Estado de Derecho, tras un debate democrático.