MÉXICO, D.F., 15 de marzo de 2015.- Según escribió Bertha Hernández, tenía fama de ser uno de los mejores artilleros del Ejército mexicano, y además, hombre honesto. Ése era el retrato que, en unas cuantas líneas, podía esbozarse del coronel Felipe Ángeles hacia 1909. Uno de esos casos en los que la integridad de un hombre resultaba francamente incómoda.
Felipe Ángeles había nacido en los tiempos de la República Restaurada, en 1868, en Zacualtipán, localidad que después formaría parte del estado de Hidalgo. Hijo de un militar que había combatido en las guerras contra el imperio y los invasores franceses, vivió sin sobresaltos sus primeros años y resultaba lógico que siguiera la carrera de las armas. Tenía apenas catorce años cuando se convirtió en alumno del Colegio Militar, del cual egresó en 1892, con el grado de teniente de ingenieros.
La suya no fue una biografía iniciada en el campo de batalla: Ángeles era un militar dedicado a la docencia y al estudio de la artillería, materia sobre la cual publicó algunos artículos especializados y así se convirtió en uno de los profesores afamados del Colegio Militar, donde impartía las clases de matemáticas, balística y mecánica analítica.
Para él, la guerra tenía una vertiente científica, sustentada en la precisión. Esta competencia profesional lo llevó a convertirse en director de la Escuela de Tiro.
Es cierto que los viajes a Europa le permitieron profundizar y perfeccionar sus conocimientos, pero su autoridad académica bloqueó, en varias ocasiones, negocios de algunos de sus colegas. Así, Manuel Mondragón perdió en una ocasión el sobreprecio que agregaba a las compras de armamento, porque Ángeles se opuso; algún funcionario quiso embarcar al gobierno mexicano en la compra de pólvora sin humo, y tuvo que desistir del negocio porque Ángeles opuso reparos técnicos imposibles de vencer. No extraña que, después de condecorarlo en 1908, por 25 años de servicio, se le enviara a Europa en otro viaje de estudio.
LOS BREVES DÍAS DEL MADERISMO
El levantamiento acaudillado por Francisco Madero sorprendió a Ángeles al otro lado del mar. Solicitó permiso para regresar, pero, acaso por la soberbia del que considera menor al enemigo, sus superiores lo dejaron en Europa hasta enero de 1912, cuando el país había cambiado en algunas cosas fundamentales: el coronel de artillería llegaba cuando Porfirio Díaz llevaba poco más de medio año exiliado en Francia.
Se estableció un lazo de simpatía entre el coronel y el nuevo presidente. Madero veía en Ángeles el modelo de militar honesto, patriota y competente. Decidió nombrarlo director del Colegio Militar, y solo entonces fue ascendido a general de brigada.
Muy poco tiempo le duró a Ángeles el gusto de dirigir su escuela. En agosto de 1912 fue enviado al estado de Morelos, para combatir al zapatismo que, lejos de entrar en el proceso de pacificación que demandaba Madero, exigían respuestas concretas e inmediatas a sus demandas, y, mientras no las hubiera, seguirían en pie de guerra. Ángeles fue enviado en sustitución del general Juvencio Robles, que había aplicado una estrategia de violencia radical contra los zapatistas.
Es cierto que la llegada del nuevo general a Morelos no doblegó al zapatismo, pero abrió caminos de negociación, imposibles de pensar bajo el clima de confrontación que había dominado y que, incluso, el presidente interino Francisco León de la Barra había fomentado.
¿Por qué fue posible esto? Porque la cercanía entre Ángeles y Madero estaba basada en sus ideas políticas: ambos creían en las posibilidades de la democracia y esperaban, mediante el diálogo y la negociación construir un nuevo tipo de paz social. En eso estaba cuando estalló el primer cuartelazo.
LA TRAUMÁTICA DECENA TRÁGICA
Ángeles acompañó a Madero en el rápido declive de su régimen. El mismo 9 de febrero de 1913, refugiados los golpistas en la Ciudadela, Madero marchó a Cuernavaca en un viaje que no estaba exento de riesgos, para traer a su amigo de regreso a la ciudad, con la idea de que él colaborara de manera decisiva y se pusiera pronto fin a la sublevación.
Pero Madero, como en tantas otras cosas, no había desmontado la vieja maquinaria porfiriana: Ángeles solamente era general de brigada; no podía ponerlo por encima de los viejos generales de división, Victoriano Huerta incluido, que estaban a cargo – o eso decían- de la ofensiva contra los golpistas.
Ángeles pasó varios días de la Decena Trágica en puntos donde sus cañones no significaban nada; recibió municiones defectuosas, el armamento sufría extrañas averías. Sabedor de los abundantes rumores que señalaban a Huerta como nuevo conspirador, y a falta de pruebas sólidas, nunca lo denunció ante el presidente.
Cuando Madero y Pino Suárez fueron hechos prisioneros, Huerta mandó llamar a Ángeles al Palacio Nacional. Allí fue despojado de sus armas y encerrado con el presidente en desgracia, hasta que sus destinos se separaron: el ex presidente y su leal vicepresidente fueron llevados a la muerte, y Ángeles sobrevivió: Huerta no se atrevió a matar a un militar honesto.
Pero el nuevo presidente tenía un problema: no sabía qué hacer con Felipe Ángeles. Le inventó un cargo de asesinato y lo encarceló cinco meses. Pero a falta de pruebas no quedó otra que liberarlo, y anunciar públicamente que con encargo diplomático se iría a Bélgica.
A la hora de la hora, sin cargo, sin dinero, sin instrucciones, logró reunir algún dinero y se embarcó para Francia, donde dejó a su familia y regresó a México a unirse a la revolución constitucionalista.
EL ENCUENTRO CON FRANCISCO VILLA
Poco duró Ángeles a las órdenes de Venustiano Carranza: generales como Álvaro Obregón y Pablo González, nacidos en el movimiento, vieron mal a un soldado de carrera, salido del ejército porfiriano, y le bloquearon el acceso a los puestos de mando que planeaba para él el Primer Jefe.
La ambición de la nueva clase militar se negó a ver en Ángeles a un colaborador. Carranza, para evitar una fractura, dio al general puestos de menor rango, donde, era poco más que “un amanuense”, como él se quejó. Así pidió permiso para incorporarse al campo de batalla. Recibió órdenes de integrarse a la División del Norte. Carranza no se imaginaba lo que acababa de hacer.
Muchos años después, un testigo de aquella singular alianza pensaba que, precisamente el más inculto de los caudillos revolucionarios era quien había valorado mejor a Felipe Ángeles, que se convirtió en el gran estratega de las tropas villistas.
Juntos, después de victorias en Torreón, San Pedro de las Colonias y El Paredón tomaron Zacatecas en junio de 1914. El bronco general y el fino artillero se articularon en un equipo de suma eficacia, que no sólo derrotó al último bastión huertista: se volvió fuente de inquietud para Carranza, porque el triunfo había fortalecido a tal grado a Villa y a Ángeles, que bien podrían disputarle el liderazgo político y militar el movimiento.
La confrontación entre Carranza y Villa arrastró a Ángeles, quien, después de las derrotas en Celaya, se separó del turbulento general. Felipe Ángeles intentó integrar en una alianza a los grupos políticos que, fuera de la rebatiña por el poder, se refugiaban en Estados Unidos. Optó por alejarse, por vivir en un rancho, por probar suerte en Nueva York.
Regresó en 1918 a México. Pasó algunos meses con Villa, pero no se integró a la lucha; planeaba armar un movimiento político no militarizado. Pero los propios revolucionarios lo veían como una amenaza, un enemigo que podía disputarles el poder. Por eso lo aprehendieron valiéndose de la traición. Por eso lo fusilaron a fines de 1919, mientras la revolución seguía su dramático desarrollo. (Con información de Crónica)