
Detiene SSPH a 2 presuntos narcomenudistas en Atotonilco de Tula
PACHUCA, Hgo., 10 de noviembre del 2020.- Son las siete de la mañana de un fin de semana que podría haber sido cualquiera, si no fuera por “La Pandemia”.
Innumerables actividades, compromisos, promesas, proyectos, detenidos por ella, La Pandemia, enemiga pública número uno del mundo y despiadada dictadora que obliga a todos a hablar en condicionales.
Si no fuera por La Pandemia, haríamos, iríamos, podríamos…
Pero hoy no, hoy salimos, en un presente simple que añora las risas previas al viaje, la emoción de conocer nuevos sitios, de caminar otras calles, probar comidas distintas, hacer amigos, olvidarse de La Pandemia.
En las camionetas turísticas, antes llenas, ahora apenas la mitad viajamos con un cubrebocas, posterior a nuestro paso por un filtro de temperatura, una rociada de químicos que proporcionan una sensación de seguridad y resguardamos, muy dentro, la esperanza de no volver contagiados y de haber hecho lo posible por evitar viajar con La Pandemia.
El bolso de mano, además del bloqueador solar y el dinero de bolsillo, lleva ahora artículos personales obligatorios: una dotación suficiente de cubrebocas y gel antibacterial.
En el destino, la recepción conlleva repetir el protocolo. Las entradas a los hoteles, con tapetes sanitizantes, toma de temperatura, gel al 70% de alcohol y el registro en una habitación que, junto al mensaje de bienvenida y la lista de amenidades, ahora también te asegura que el lugar en que te hospedas es higienizado totalmente previo a tu llegada, aunque nunca puedas saber qué tan meticulosa llega a ser en realidad la limpieza del que será tu espacio en los días siguientes.
Comer, además de la aventura de probar sabores desconocidos, implica encontrarte ahora con anfitriones que agregan a sus trajes típicos mascarilla y careta, bartenders y meseros con guantes de látex y con la disposición para los clientes de no retirarse el cubrebocas hasta que los alimentos sean servidos.
Las cartas han pasado a ser códigos QR, los carritos de postres no pasean más por los restaurantes y los juegos de cubiertos son entregados en bolsas plásticas. Imposible compartir canastas de pan, y pasar de mano en mano la sal deberá salvar el metro y medio de distancia obligatorio.
Las dulcerías ya no ofrecen, al grito de “pásele, clienta”, una pruebita de cocadas, macarrones, camotes o cucharitas con nieve. Los vendedores ambulantes, reparten gel antes de recibir los 10 pesos por una bolsita de frituras, fruta picada, refrescos, aguas o cualquiera sea el antojo callejero que ofrezcan.
Los artesanos, con la esperanza de llevar al fin dinero a casa, se congregan en donde logran ver los camiones turísticos, las camionetas que trasladan visitantes que se convierten en la posibilidad de soportar un poco más la grave crisis económica causada por La Pandemia.
La vida nocturna, además, tiene limitados los aforos, por lo que ya no se trasnocha fácilmente, sino que se procura llegar temprano a lugares que, en algunos casos, limitan la estancia a dos horas para tener mayor posibilidad de captar clientes con consumos regulares y evitar la entrada de La Pandemia.
Sin eventos multitudinarios, los sitios turísticos recuperan la afluencia previo al inicio de las vacaciones de fin de año, que nuevamente se distinguirán por festejos austeros, algunos con la ausencia de quienes fueron alcanzados por La Pandemia.
Artesanos, servidores turísticos, transportistas restauranteros, agencias de viajes, guías de turistas, vendedores ambulantes, miles de personas dependientes de la actividad turística, a paso firme, reinician sus labores bajo reserva, con el temor de volver atrás en los semáforos, confiando en los viajeros a quienes piden respetar las disposiciones, pues virus o no, ellos necesitan trabajar tanto o más de lo que nosotros necesitamos viajar sin La Pandemia de pasajera.