Ráfagas: Molestia vecinal en Pachuca
PACHUCA, Hgo., 31 de julio de 2015.- Deseo hacer patente mi agradecimiento a los lectores de esta columna porque durante las últimas semanas he publicado reseñas históricas y no los comentarios sobre tópicos de actualidad. Ello se debe a mi temporal retiro de la actividad callejera ocasionado por una cirugía unilateral de catarata.
En esta edición incluyo dos leyendas: una de mi autoría y la Cruz de los ciegos, de don Miguel A. Hidalgo.
La primera leyenda dice:
A los siete años de edad era como el mismo diablo: atrapaba a un gato, lo rociaba con gasolina, le prendía fuego con un cerillo…y se sentaba, a morirse de risa, viendo correr la erizada bola de fuego.
A los 12 años, era peor que el mismísimo diablo: Cuanto perro callejero pasaba junto a él lo atravesaba con su cuchillo. Y a los 16 años consumó lo que se temía: mató a la primera persona.
Porfirio Hernández se llamaba, llegó a ser el terror de toda la región serrana del oriente del estado de Hidalgo, desde Tenango de Doria y San Bartolo Tutotepec hasta Huehuetla. Cuando su fama de matón estuvo en su apogeo, nadie osaba enfrentársele. Fuera policía o soldado, a nadie rehuía. Y lo que era peor, siempre salía victorioso.
Porfirio, que asolaba a la región veracruzana próxima a Hidalgo, incursionaba por la sierra hidalguense. No se sabe cuántos cayeron por las balas disparadas por el multihomicida, y se ignora, asimismo, cuántas mentes fraguaron venganza.
Dejó estelas de muerte y orfandad.
Las correrías de Porfirio Hernández, de quien se decía estaba bien protegido durante la década de los 40, no se vieron interrumpidas. Se cuenta que a pesar de su peligrosidad, cuando no sacaba el “cuete”, era “buen amigo generoso y tolerante”.
Un día, se cuenta, manejaba una camioneta de su propiedad, sin placas, por las calles de la ciudad de Tulancingo. Fue detenido por un agente de tránsito, quien le pidió sus documentos: Licencia para manejar y tarjeta de circulación. Porfirio le contestó que no tenía nada. “En esta misma semana los consigo”, le dijo al guardián. Pero éste, consciente de su deber insistió en que, de no tener los documentos, tendría que acompañarlo a la inspección de policía.
– Mira, mano; te digo que la semana que entra saco las placas; y me perdonas, pero no te acompaño- contestó al guardián de la ley. Sin embargo, el oficial siguió insistiendo:
– Lo siento, me tienes que acompañar.
– Ya te dije que no; y como estás terco ahora te acompaño, pero con “ésta”. Y diciendo y haciendo, desenfundó su pavorosa 38 especial, se la puso en medio de los ojos y le dijo:
– Ahora, ¿quieres que te acompañe?
La muerte de Porfirio Hernández sobrevino en forma que nadie se imaginaba. Debía tantas muertes que se suponía que algún pariente de sus víctimas iba a cobrar venganza. Pero no.
Un día, cuando Porfirio escarbaba en el patio de su casa para construir un pozo, la tierra le cobró sus crímenes, no le dio oportunidad de escapar.
Después de trabajar afanosamente durante varias horas y cuando su cabeza desapareció del ras del suelo, sobrevino un derrumbe. El banco de arena semisepultó al hombre que, desesperadamente trató de apoyarse con la pala para tratar de salir, pero sus movimientos provocaron otro derrumbe que lo tapó hasta la cabeza, menos las alzadas manos.
Solitario, sin nadie que lo socorriera, murió asfixiado el criminal que de chiquillo se extasiaba prendiendo fuego a los gatos empapados con gasolina.
Varios días después, unos vecinos que pasaban por casualidad, vieron con sorpresa que en el hoyanco que serviría de pozo sobresalían dos manos, crispadas, como si fuesen dos retorcidas matas brotando del suelo.
Leyenda Cruz de los ciegos
(Miguel A. Hidalgo)
“En 1880, la garita, lugar donde se cobraban los impuestos a quienes provenían de Real del Monte, Atotonilco y otros lugares, estaba en el sitio que hoy se conoce con el nombre de Cruz de los Ciegos. Y se debe a una curiosa historia que la tradición ha conservado y que ahora vamos a relatar.
“Cuéntase que cerca de este paraje habían levantado su casucha tres ciegos, músicos y andrajosos que el azar había reunido y allí vivían fraternal y humildemente.
“Todos los días, apenas rompía el alba, los tres ciegos, con sus instrumentos, un violín, una flauta y una guitarra, se situaban frente a la “garita”, a la vera del camino, y cuando los arrieros afluían al lugar, los pobres músicos ejecutaban un aire popular o entonaban alguna melancólica canción, recibiendo después una recompensa de sus oyentes.
“Y así vivían aquellos infelices, recibiendo la caridad pública a cambio de su música y de sus cantos cuyo arte mucho dejaba qué desear.
“Y dicen que un día pasó por el lugar un viejo terrateniente de las cercanías, montado en fogoso corcel. Se detuvo a oír a los ciegos que cantaban y cuando terminaron su canción, el español quiso divertirse a costa de ellos y diciendo en voz alta “ahí va ese peso para los tres”, volvió grupas y desapareció.
“Los ciegos, creyendo los tres, a la vez, que efectivamente el rico caballero los había gratificado con un peso, empezaron a disputar pidiéndose “su parte” unos a otros, pero como ninguno había recibido el peso y los tres creían que uno de ellos lo había tomado, de la disputa verbal pasaron a los mojicones y de allí a las cuchilladas. Aquellos tres desdichados que hasta entonces habían compartido su miseria como hermanos, puñal en mano se buscaban entre las espantosas tinieblas de su ceguera y se acometieron como fieras, hasta que los tres, acribillados a puñaladas, rodaron por el suelo para no levantarse nunca más.
“Los tres infelices murieron disputándose una miserable moneda imaginaria, y su muerte fue causada por la infame broma de un inconsciente que quiso burlarse de su desgracia.
“Poco después, la piedad de unas buenas gentes plantó en el lugar una humilde cruz de madera, y que todos conocen con el nombre de Cruz de los Ciegos”.
(Muchas personas dan equivocadamente el nombre de Cruz de los Ciegos al verdadero cerro Coronas, también llamado cerro Ventoso (por los fuertes vientos), cerro del Lucero (por la brillante estrella que se advierte cuando amanece), cerro del Lobo (por una antigua mina) y cerro de Las Lajas (por un barrio creado en 1980), en cuya cima ondea gigantesca bandera.
(Antiguamente la ruta de Pachuca a Real del Monte partía de la calle de Ocampo y en la cumbre dominaba el puerto formado por las laderas de los cerros Coronas y Santa Apolonia. Ahí estaba la garita de la que habla la leyenda).