Ráfagas: Tatiana Ángeles, cuentas pendientes
CIUDAD DE MÉXICO, 19 de mayo de 2016.- El espionaje telefónico parece haber llegado para quedarse, gracias a la inacción de las autoridades encargadas de castigarlo.
Ya nadie se preocupa porque el espionaje de conversaciones telefónicas sea ilegal. Al cabo que no pasa nada con los espías y los filtradores.
La ilegalidad no importa, y quien la cometa tampoco.
Con la delicadeza de un violinista, Liébano Sáenz nos condujo por los meandros del espionaje que se realiza en nuestros días, en un espléndido artículo publicado el sábado en Milenio, titulado “El paraíso perdido de la privacidad”.
Dice Liébano que “la divulgación de llamadas ilegalmente interceptadas o de acervos de información digitalmente organizados ocurre día con día y es el afán de competencia o de superar la incertidumbre lo que ha llevado a esta práctica. La reputación o el prestigio de personas y empresas son afectados por un recurso que cada vez se vuelve más común como medio de lucha política o económica. En ocasiones los medios que los divulgan ni siquiera se detienen a investigar la veracidad de los datos o la intencionalidad de quien los difunde. Sí, es una actividad ilegal que hace que los espacios de la privacidad sean cada vez más estrechos”.
Hasta ahí la disertación de Liébano es impecable y amerita suscribirse palabra por palabra. El primer pero viene en el segundo párrafo: “Este signo de los nuevos tiempos…”, dice al referirse al espionaje telefónico y a la divulgación de contenidos con fines políticos o económicos. No, la intercepción telefónica y el espionaje de comunicaciones privadas no es un “signo de los nuevos tiempos”.
En nuestro país, esa práctica de espiar y filtrar ilegalmente data desde que Liébano Sáenz era el poderoso secretario particular del Presidente de México, en el último sexenio del siglo pasado.
Los gobiernos siempre han espiado con objetivos de seguridad nacional o para seguir los pasos de sus adversarios políticos. Pero el único que se ha atrevido a publicar lo que espía es el gobierno de México, en tiempos de Liébano.
¿Cuándo se perdió “el paraíso de la privacidad” en México?
Desde que el espionaje telefónico y la divulgación de conversaciones privadas se convirtió en un deporte del gobierno encabezado por Ernesto Zedillo, cuyo principal operador en esos menesteres era el brillante autor del artículo elogiado en esta columna.
Para acosar a sus adversarios políticos y “afectar la reputación o el prestigio de personas” en ese gobierno, desde Los Pinos salían filtraciones hacia medios de comunicación que las publicaban “sin siquiera investigar la veracidad de los datos o la intencionalidad de quien las difunde”.
A partir de la publicación de lo filtrado, el Ministerio Público –controlado por el gobierno y en sintonía con el orquestador de la faramalla-, citaba públicamente a declarar al sujeto espiado o afectado en su reputación. El daño ya estaba hecho, aunque el falsamente imputado fuera inocente.
Era un juego perverso, orquestado desde la cúspide la pirámide del poder en México: la casa presidencial, donde despachaba el ahora brillante articulista Liébano Sáenz.
De esa cadena de ilegalidad fueron víctimas políticos, comunicadores y prominentes empresarios que no eran de las simpatías de la Presidencia. Al final de ese sexenio hubo una suerte de mercado negro de conversaciones grabadas por el gobierno.
Ahí se perdió “el paraíso de la privacidad” del que nos ilustró el sábado Liébano Sáenz en Milenio. Y todavía no nos podemos recuperar.