Ráfagas: Voracidad panalista
Después del lopezobradorismo en muchos de quienes le votaron para llegar al poder quedará claro un sentimiento de desencanto; también, una pérdida de horizonte sobre el país deseable. El triunfo no se enmarcó en la alternancia convencional de la democracia, sino en el propósito compartido de construir un país diferente en lo fundamental. Les vino bien la seducción del incansable luchador social. Quien ganó ha sido honesto antes y durante el ejercicio del poder: se trataba de construir un nuevo régimen, una cuarta transformación de proporciones históricas.
Acabar con la corrupción movilizó a muchos, al igual que la idea de combatir a la pobreza. La democracia y su hermana liberal, como en muchas partes del mundo, habían caído en desprestigio. En México la corrupción no se limitó al gobierno y su partido, se extendió al conjunto del Congreso y a casi toda la oposición. Los cuantiosos recursos en opacidad de las fracciones parlamentarias y la intervención de los legisladores en los “moches” dan cuenta de la descomposición del conjunto político. Los pobres disminuyeron, no así la venalidad. Los excesos de corrupción desde la más elevada oficina pública fue el signo de la época. Al invocar legalidad se vivieron extremos de hipocresía. Remitir la corrupción a pecado original, esto es cultural, fue insulto, fea manera de justificar lo injustificable.
Es explicable que no pocos vieran en la promesa lopezobradorista una expectativa de cambio. Ahora, a poco menos de 30 meses del fin del gobierno ya se advierte la magnitud del fracaso, prácticamente en todos los frentes. El aeropuerto recién inaugurado es una metáfora del régimen: grandes pretensiones ruinosas. La realidad es que aumentarán los pobres y la impunidad continuará como oprobioso signo de la vida nacional.
Sí existe opción, tanto para opositores de origen, como para desencantados de factura reciente. Desde luego que no será el regreso al pasado, tampoco un cambio cosmético a lo que ahora rige. Ni la hipocresía de antes, ni el cinismo de ahora. El objetivo es dar curso a la certeza de derechos y sus implicaciones, especialmente abatir la impunidad en todas sus expresiones. En tal supuesto no habría cabida a la simulación de falso cumplimiento de la ley ni a su desentendimiento del que ahora se hace gala.
Los próximos meses serán críticos. El precedente que deja la consulta de revocación de mandato es sumamente preocupante, no por la baja participación ni porque la abrumadora mayoría por la continuidad del Presidente. Lo que debe preocupar es el precedente de desencuentro con la ley por parte de las autoridades federales y la confrontación con el INE. Quienes habían cuestionado con vehemencia las insuficiencias del sistema electoral, ahora son el ejemplo más acabado de desentendimiento con la legalidad. El cinismo de ahora no guarda precedente.
Que la reforma a la Constitución, promovida y votada por los mismos legisladores de Morena, impusiera una absurda camisa de fuerza en materia de comunicación para la consulta, en forma alguna permite desentenderse del principio de legalidad. La interpretación legislativa de la Constitución y de las leyes reglamentarias es un intento fallido para abrir espacio a la publicidad gubernamental. No puede haber ley contra la Constitución, además de ser claro ejemplo de fraude como, seguramente, resolverá en breve el Tribunal Electoral, en todo caso, el cambio legal no aplica para un proceso electoral en curso.
Una vez terminada la pesadilla de las grandes pretensiones, el reto futuro del país es dar curso a la legalidad. Es la transformación más trascendente y profunda que pueda existir una vez que se alcanzó la normalidad democrática desde hace más de dos décadas. La legalidad lleva implícita la certeza de derechos y el principio de igualdad de todos frente a la ley, así como una justicia cierta, eficaz y oportuna. Sin duda, toda una transformación que atiende por igual a las reivindicaciones sociales históricas, como a las que plantea la modernidad.
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