(W) Ecos Sindicales: Roberto Zerón Sánchez
Frente a la creciente crítica –doméstica e internacional–, por la ola incontenible de periodistas asesinados en México, el presidente López Obrador niega, de manera reiterada, que se trate de crímenes de Estado.
Argumenta –posiblemente con razón–, que nunca ha ordenado y que nunca ordenará el crimen de un informador.
Sin embargo, el mandatario olvida que un crimen de Estado se define como la participación de un agente del Estado –por omisión o comisión–, en un evento criminal.
Por tanto, un gobierno omiso en la protección de los periodistas y que además de la omisión acusa a los informadores de ser sus enemigos, es un gobierno al que se puede responsabilizar del crimen de los periodistas.
Y es que si a diario el propio presidente Obrador estimular el odio, la difamación y calumnia contra sus críticos, en realidad se convierte en el principal promotor de la violencia contra los periodistas; violencia que llega al extremo del crimen.
Y está a la vista de todos –en cientos de horas de “mañaneras” –, que el impulsor de la violencia contra comunicadores y medios y el difamador y calumniador de los periodistas es el hombre con más poder en México.
Y precisamente por el poder que en México tiene el presidente –cuyos señalamientos son entendidos como mandato por no pocos interesados en callar a los críticos–, resulta que todo estigma de Palacio contra tal o cual periodista es interpretado como una orden para silenciar periodistas.
Sean las voces que critican la corrupción y la opacidad de un alcalde, de un gobernador o del gobierno federal –o de las propias instituciones del Estado–; sean críticas a la impunidad de las mafias criminales que todos los días ganan territorios y que también repudian la crítica.
En otras palabras, nadie puede ignorar que el poder de la palabra presidencial y el servilismo convenenciero de gobernantes, políticos y matarifes de los cárteles del crimen organizado, sumado al estigma de Palacio contra periodistas se convierte, en los hechos, en “licencia para matar”.
De esa manera, todos aquellos a quienes incomoda la crítica y el señalamiento periodístico, se sienten con el aval presidencial –el mayor aval posible en una autocracia–, para callar las voces críticas.
Pero el problema es mayor cuando en una interpretación monstruosa de su responsabilidad, el presidente Obrador culpa a manos invisibles del crimen contra periodistas, cuando su verdadera tarea es la protección de la vida y los bienes de todos los ciudadanos, incluidos los informadores.
Y es que, en tanto jefe de Estado y de gobierno, el presidente López, su gobierno y las instituciones del Estado todo, tienen como responsabilidad primigenia la protección de la vida, los bienes y las actividades de todos los ciudadanos, incluidos los periodistas.
Por eso resulta monstruosa la deformación presidencial sobre la ola incontenible de periodistas asesinados en México, según la cual lo más importante es saber quién mató a los periodistas, antes que evitar el asesinato de los periodistas
¿Y por qué es una deformación monstruosa?
Porque en otro de sus infantilismos, el presidente mexicano dice: “yo no fui”, cuando lo más importante no es saber quién les arrebata la vida a los ciudadanos, en general y, en especial a los periodistas.
No, la prioridad no es saber quién mata a los periodistas o si fue o no el presidente; la auténtica prioridad es crear los mecanismos de Estado para impedir el crimen de periodistas.
Es decir, parece que López se contagia del síndrome de Pilatos –que solo se lava las manos ante los deseos de la turba–, pero al mismo tiempo comete crímenes de omisión e impunidad, lo que de forma automática convierte el asesinato de periodistas en crimen de Estado.
Además, claro, de que en democracia resulta esencial la protección de la vida y la preservación de las tareas de los periodistas.
¿Y por qué es esencial el trabajo periodístico?
Porque el trabajo y la responsabilidad del periodismo independiente y crítico es el cemento que construye esa institución social llamada opinión pública, germen indispensable para el florecimiento de la democracia.
Dicho de otro modo; sin periodismo independiente y crítico no existe la democracia. Por eso, cuando un gobierno o un Estado –como el gobierno de AMLO y el estado mexicano actual–, estimulan el odio contra los periodistas, no solo están promoviendo un crimen de Estado, sino que alientan la muerte de la democracia toda.
Por eso, en toda democracia que se respete debiera ser un escándalo global que en sólo 39 meses de gestión gubernamental hayan perdido la vida a manos del crimen un total de 60 periodistas.
Pero el escándalo debiera ser mayúsculo si en los primeros 77 días del 2022 el número de periodistas asesinados llega a 8 vidas arrebatadas de manera violenta.
¿Dónde están la responsabilidad del gobierno y del Estado mexicanos en la defensa de la vida de los ciudadanos, en general y de los periodistas, en particular?
Lo cierto es que cada ciudadano víctima de la violencia criminal y cada periodista asesinado confirman la omisión del Estado y del gobierno frente a su mayor responsabilidad; preservar la vida y los bienes de los ciudadanos.
Pero la monstruosidad resulta extrema cuando desde Palacio se sataniza a diario a los periodistas críticos; cuando el propio presidente los calumnia y los difama, lo que significa una suerte “ponerlos” a merced de los matarifes.
Y lo que no tiene nombre, sin embargo, es que los políticos, periodistas e intelectuales que ayer definían como “crimen de Estado” la muerte de comunicadores en los gobiernos de Calderón y Peña, hoy, en la gestión de López, niegan que se trate de crímenes de Estado.
Sin duda asistimos a la mayor decadencia política del poder en México; un poder público que se pudre y que destruye la democracia que durante décadas edificamos los ciudadanos.
Al tiempo.
Las opiniones y conclusiones expresadas en el artículo son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente reflejan la posición de Quadratín.