
La guerra de aranceles entre EU y China, oportunidad dorada para México
MÉRIDA, Yuc., 10 de abril de 2025.-Antes del auge del populismo, la lógica del poder consistía en evitar el riesgo y la incertidumbre. Una forma de hacerlo era alcanzar acuerdos con actores relevantes: empresarios en el ámbito económico y partidos opositores en cuestiones políticas o electorales. La idea central era impulsar cambios mediante el consenso. Con el tiempo, sin embargo, estos acuerdos se corrompieron: los empresarios se beneficiaban en lo particular y los dirigentes políticos se enriquecían. El modelo de negociación incluyente derivó con el tiempo en una corrupción generalizada. El descontento abrió la puerta a López Obrador y Morena. El triunfo electoral significó regresar al pasado con un Congreso sometido al Ejecutivo.
Con López Obrador, lógica del equilibrio y la inclusión cambió de fondo. No se erradicó la corrupción, se transformó. La “mafia del poder”, o buena parte de la oligarquía, pudo adaptarse con relativo éxito al nuevo régimen. Según Oxfam, la fortuna de los 14 mexicanos más ricos —cada uno con más de mil millones de dólares— casi se duplicó desde el inicio de la pandemia a 2023. Fueron beneficiarios de contratos de obra pública. Además, surgió una nueva clase empresarial cercana al poder, especialmente originaria de Chiapas, Veracruz y Tabasco. El crecimiento económico llegó al sureste, sí, pero por la puerta estrecha de la venalidad: beneficios desproporcionados y concentrados a un puñado de empresarios enriquecidos por la obra pública, los servicios o la compra de insumos para los programas de salud, amén del huachicol fiscal.
Este cambio se afianzó bajo la idea de que el sistema soporta todo. La memoria de la crisis financiera de 1995, que marcó a varios gobiernos, se disipó. López Obrador cuidó el equilibrio fiscal en sus primeros cinco años, pero inauguró su concepción del poder con la absurda y costosa cancelación del aeropuerto de Texcoco. Los empresarios señalados como corruptos no fueron investigados, sino indemnizados e integrados a los grandes proyectos de infraestructura. El objetivo era claro —y funcionó—: demostrar que el presidente estaba dispuesto a jugar al límite, sin importar consecuencias, efectos o resistencias.
En cierto modo, la obstinación de Trump con los aranceles o el recorte de personal en el gobierno estadounidense replica esta lógica de “jugar al límite”, que implica desentenderse del cuidado que exige la economía y hasta la legalidad. Él es la república, aunque no tanto como se vio ayer al retractarse en parte de los aranceles, los mercados cuentan.
En México todos se sometieron al despotismo obradorista —incluidos parte de los medios. En Estados Unidos no ha sido así, y el pronóstico es que Trump no podrá avanzar con su agenda destructiva. Su coalición ya muestra fisuras; los mercados y las élites, incluyendo al empresariado, no solo se distancian, sino que rechazan abiertamente la incertidumbre. Los medios reflejan el descontento social y el temor a una inflación descontrolada, recesión y pérdida del bienestar. El poder judicial, por su parte, impone límites a la arbitrariedad.
La presidenta Sheinbaum ha decidido también jugar al límite, pero por razones distintas a las de López Obrador. Él buscaba romper con el orden institucional; ella, mantener el obradorismo. Por eso decidió seguir adelante con la reforma judicial, aun a costa del país, desestimando la alternativa que ofrecía la Suprema Corte: permitir la elección de ministros, pero salvaguardando la estructura del Poder Judicial. La reforma abre la puerta para que el grupo gobernante se apodere sin límite ni pudor de los cargos judiciales. Desde la lógica del continuismo autocrático, es una jugada coherente. Desde la óptica democrática, es desastrosa.
Nadie tiene el monopolio de jugar al límite. Este fenómeno surge también del deterioro institucional que ha cerrado los canales de representación y que da respuesta al descontento. Desde 1976, la reforma política buscaba precisamente eso: abrir espacios para canalizar la oposición social, evitar repeticiones del ‘68 o del ‘88. Pero jugar al límite es extremadamente riesgoso cuando la presión social no tiene salida. Los criminales ya lo hacen: están dispuestos a todo si el Estado no los enfrenta con firmeza. Pero también hay otra parte de la sociedad —un tigre dormido, parafraseando a Reyes Heroles— que podría despertar.
No es necesario ser apocalíptico para advertir que vienen tiempos difíciles. El consenso que hoy favorece al régimen puede romperse. ¿Qué hacer con una resistencia que opta por la rebelión cuando se han cerrado los cauces democráticos, cuando el voto deja de ser útil para sancionar los abusos del poder, cuando ya no existe un sistema de justicia confiable para resolver controversias o defender derechos?
Jugar al límite conlleva muchos más riesgos de los que los gobernantes —y algunos sectores— están dispuestos a reconocer.