Laboratorio Público/Derribando Muros
Se cuenta que, siendo preguntado un poderoso si sabía cuántos amigos tenía, éste respondió: “No lo sé, porque ahora tengo buen estado y muchas riquezas, infinitos medios de grandeza, gran honra y estimación entre la gente; y cada uno me tiene por grande y honrado y me muestra amor y benevolencia. Pero si el ojo de mi felicidad se llenase con la tierra de la calamidad, entonces se distinguiría el amigo del enemigo”.
También se dice que esta antigua sentencia debía estar tallada en cada rincón del alma del gobernante, debía tatuarse a fuego en la conciencia de los hijos de los poderosos y de todos cuantos recibieran los privilegios del poder. En efecto, no hay enseñanza más útil para el acaudalado o el soberano; sin embargo, al mismo tiempo, es quizá la primera lección que se relega, desprecia y olvida.
Resulta sumamente común que, desde el empíreo del poder y del privilegio, se asuma una posición de certeza natural y en ocasiones validada casi religiosamente. ‘Tener la razón’ desde la poltrona máxima es como ganar un partido de béisbol por cien carreras y cien hits a pesar de no tener bate ni pelotas; lo peor, es que esta gente se acostumbra muy fácilmente a tales prodigios y puede llegar a molestarse cuando una menos brillante realidad se atreve a contrariarle.
La realidad y esos ‘tercos hechos’ de los que hablaba Martín Barbero terminan imponiéndose muy a pesar de las inmejorables intenciones del gobernante. La ‘tierra de la calamidad’ es como una tormenta que siempre acude y cae igual sobre los amigos y los enemigos; en esa dura prueba se acrisola el valor de los liderazgos y se verifica lo que bien apunta el refrán: “El mal tiempo trae dos bienes consigo: que huyan las moscas y los falsos amigos”.
Es cierto que nunca hay realmente tiempos sencillos, pero a veces arrecian las tormentas. No sin pesar podemos confirmar que las calamidades azotan inmisericorde y permanentemente la piel del pueblo mexicano: violencia, pobreza, precariedad, exclusión, enfermedad e ignorancia. Las causas pueden ser muchas y muy variadas: sistemas económicos esclavizantes, perversas herencias del pasado, corrupción, ineficacia administrativa, presiones externas e, incluso, transformaciones medioambientales cambian las relaciones sociales y los medios productivos. En fin, los fenómenos complejos no pueden explicarse con simpleza, mucho menos reducirse a maniqueísmos políticos baratos; no obstante, sus efectos funestos son tan obvios como el sol en el cielo.
En México, no es este el primer presidente que se enfrenta a graves crisis y muchas de ellas conjuntas y simultáneas; tampoco será el último. Si no es la inseguridad por una violencia incontenible, será la controversial eficacia de las instituciones, la enturbiada transparencia de la gobernabilidad o las indómitas presiones económicas lo que terminará por colapsar un idilio de gobierno y transformación.
Todo parece indicar que a la presente administración le ha alcanzado la borrasca y cada vez, atinadamente, se le dará menos razón al regente del palacio. Habrá quien honesta y comprometidamente comience a contradecirlo y esos, paradójicamente, no serán del todo sus enemigos. Sólo quienes hagan de espejo de su vanidad serán los que le lleven a la desgracia.
En la tierra de la calamidad, huyen las moscas de la persona (o del proyecto) pero siguen hechizadas por el poder. Para estas últimas, jamás es importante el individuo sino la miel que le reviste y permanecerán allí aun cuando se cambie la vasija. Es en medio de las crisis cuando el liderazgo debe más que nunca hacer oídos sordos al zumbido de los aduladores, porque el poder, aun cuando es pobre y amenazado, es codiciado.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe
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