
Ráfagas: ¿Y el titular de la SIPDUS?
PACHUCA, Hgo., 16 de junio de 2025.-Imaginemos por un momento un país donde el poder no tenga rostro, ni género, ni estereotipo. Un país donde las decisiones que marcan el rumbo de nuestras comunidades, nuestras economías y nuestras instituciones se construyan en mesas diversas, donde la voz de cada persona pese por sus ideas y no por su género. Ese es el horizonte que México merece. Y, sin embargo, ese futuro aún se ve distante cuando observamos el presente con mirada crítica.
En las mesas donde se decide el rumbo de instituciones, economías y discursos públicos, la presencia masculina es hegemónica. Y cuando aparece una mujer, en muchas ocasiones, lo hace casi como por cuota simbólica, como si se tratara de una estatuilla de inclusión: visible, pero sin voz.
Este fenómeno ya no sorprende, pero debería incomodar. Porque más allá de los informes de equidad, las comisiones de género y las campañas de sensibilización, el poder —el real, el que se teje fuera del protocolo— sigue siendo profundamente masculino. Se juega en asados de fin de semana, en cenas después de juntas, en grupos de chat donde se intercambian favores y estrategias. Allí, el acceso no es meritocrático, sino relacional.
Las redes informales de poder, esas que no se enseñan en las escuelas de liderazgo, siguen siendo el motor oculto de muchas decisiones. Y los hombres se entienden entre ellos. Hacen equipo, se cubren las espaldas, se pasan la pelota. Pero hay otra cara que cuesta más decir, aunque se susurre en privado: muchas veces, las mujeres no hacemos redes entre nosotras.
No se trata de esencialismos ni de culpas individuales. Pero es necesario decir lo que no es políticamente correcto: existe una falta de empatía horizontal entre las mujeres en los espacios de liderazgo. La llegada al poder, en vez de abrir camino a otras, a menudo se convierte en un ejercicio solitario. Por miedo, por competencia, por el síndrome de la impostora, por cultura patriarcal interiorizada.
Incluso en algunos espacios que se presentan como “colectivos de mujeres” o redes de liderazgo femenino, la sororidad se queda en el discurso. Lo que predomina son eventos, foros, fotografía institucional y muy pocos posicionamientos claros. La acción se diluye entre la imagen y el protocolo. Se proyecta presencia, pero no necesariamente poder real.
Por otro lado, muchas mujeres que logran entrar a las élites terminan adoptando el modelo masculino de liderazgo. Se masculinizan en el tono, en la forma de ejercer la autoridad, en la manera de interactuar. No porque no tengan otras formas de liderazgo, sino porque el sistema les exige encajar para sobrevivir. El poder, cuando es cerrado, no permite otra estética. Te obliga a mimetizarte. Y mientras tanto, el mundo sigue girando bajo códigos masculinos. Y las mujeres que logran entrar, a veces se ven obligadas a jugar el mismo juego, en vez de cambiarlo.
Hoy México celebra un hecho histórico: a casi un año de tener, por primera vez, una mujer que ocupa la Presidencia de la República. Es un logro que no puede ni debe minimizarse. Pero sería ingenuo pensar que la llegada de una mujer al más alto cargo del país, por sí sola, transforma de raíz las estructuras de un poder que sigue siendo profundamente masculino en su cultura y en sus prácticas. El verdadero cambio no se mide solo en el género de quien encabeza un gobierno, sino en la manera en que el poder se ejerce, se distribuye y se comparte.
México cuenta hoy con 632 presidentas municipales —un 39.1 % del total— y solo 13 gobernadoras. Las cifras importan, pero no bastan. Porque la equidad no será real mientras no se transforme la cultura profunda del poder. Mientras el liderazgo no se ejerza desde la autenticidad, mientras no se construyan redes que sean refugio y trampolín, mientras no dejemos de exigir a las mujeres que no lideren como hombres para ser aceptadas.
El futuro no se logrará solo con más mujeres en el poder, sino cuando el poder mismo deje de tener género. Y ese futuro empieza hoy: con cada alianza genuina, con cada espacio que se abre para nuevas voces, con cada decisión que desarma los viejos códigos. Lo que está en juego no es solo el acceso al poder, sino el derecho a imaginarlo y ejercerlo de otra forma.
Las de chile seco
“Las élites globales aplauden el avance de las mujeres al poder… siempre y cuando no cambien las reglas del viejo juego.”