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PACHUCA Hgo., 5 de diciembre de 2016.- El patrimonio, ese valor central e identitario de los hidalguenses tiene múltiples expresiones, muchas de ellas son inmateriales y todos los que nacimos en Hidalgo estamos henchidos de sentimientos y saberes al respecto.
El más batiente patrimonio de los hidalguense es la cultura gastronómica, algo verdaderamente complejo de explicar si consideramos que la comida se compone de múltiples aspectos: la tradición oral que trasmite las ideas de generación en generación, los hábitos agrícolas como la siembra, la milpa, la cosecha; la recolección de ingredientes, la caza y pesca, la crianza de ganado; o los tianguis, mercados y centrales de abastos; por otro lado están las recetas, las cocineras, cocineros, recolectores, pescadores, barbacoyeros y tlachiqueros con sus procesos, los utensilios, la manera de servir, de adornar la mesa o las motivaciones festivas: todo ello nos lleva a pensar que hablar de este patrimonio no es simplemente hablar de platillos, estamos creyendo que es un sistema de producción cultural. Todo ello está representado en la declaratoria de la UNESCO de la cocina mexicana como Patrimonio Cultural Intangible, reconocimiento ganado en el año 2010. Un reconocimiento similar acaba de alcanzar la charrería apenas la semana pasada.
No existe una sola cocina mexicana, existen diversas cocinas como la yucateca, la oaxaqueña o la poblana, todas ellas son emblemáticas y extensas, inabarcables pero fáciles de identificar por algún platillo específico, como es el caso de la cochinita pibil y verdaderamente fuertes porque sus portadores las promueven dignamente. Hay otras cocinas no menos importantes pero quizá no han trascendido tanto al imaginario nacional, pues son más intimistas o tienen múltiples regiones que las hacen igualmente inabarcables, o quizá son más rituales, es el caso de la cocina de Sinaloa o de Michoacán, Jalisco o la de Chiapas, cocinas que hay que viajar hacia esas entidades para conocerlas bien; en contraste hay por muchos lados restaurantes yucatecos, debido a alguna diáspora yucateca, o restaurantes con platillos poblanos que refuerzan el imaginario de esas cocinas aunque no de forma atinada, sobrarían ejemplos de cómo se preparan mal los chiles en nogada.
El caso de la cocina hidalguense es muy especial, quizá parecido al segundo ejemplo, la megadiversidad biológica y cultural de nuestra patria chica nos privilegia de múltiples productos con qué cocinar, con los climas que el territorio hidalguense tiene lo mismo tenemos nopal, maíz o café, lo mismo se produce carne de ovino o peces como la trucha. Dos platillos eminentemente hidalguenses están en el imaginario nacional, pero no siempre se sitúa el origen en nuestra entidad, hablo de la barbacoa y de los mixiotes, ambos platos tienen muy buenas razones para demostrar el hábito y el origen hidalguense, pero hace falta que se establezca un paradigma de la cultura gastronómica hidalguense y para eso no nos hemos puesto de acuerdo. Creerán que barbacoa hay en todo el país, que Estado de México, Tlaxcala, Querétaro, Morelos y Puebla también hacen barbacoas, así en el hoyo y con penca, pero en Hidalgo la barbacoa tiene un sabor especial a orégano pues eso es lo que comen los animales al pastar y que el pastoreo es indispensable para que un animal esté musculoso y su carne sea magra, en contraste con el confort comercial de usar carne congelada que es muy sebosa, esto hace que en los establecimientos que la venden fuera de Hidalgo tengan más éxito si ostentan la denominación “Barbacoa de Hidalgo”. Otro elemento gastronómico reconocible es el paste, el cual indiscutiblemente se identifica como de Pachuca o Real del Monte y su antepasado histórico inglés que es el cornish pasty, lo que constituye una industria pujante y evolutiva.
Dentro de este paradigma está la cultura huasteca, la cual no sólo es de Hidalgo, es una extensa región que comparte muchos hábitos y caracteres como la música de huapango y son huasteco, uno de esos gustos es el del zacahuil, platillo prehispánico y algo polémico, pues se dice que se hacía con carne humana, a lo que se suman muchos otros tamales, mismos que no tiene sentido comer si no se preparan en una época determinada o con una intención, en el primer caso son los tamales de Xantolo o Todos Santos o, en el caso de la intención, los tamales que se usan ritualmente para curar a un enfermo de enfermedades psicológicas como la depresión o los sustos, en los que se limpia al enfermo con un ave de corral, misma que es cocinada en un gran tamal que solidariamente la familia y amigos del enfermo deberán comer para que el enfermo se cure.
Hay que considerar para constituir y definir el patrimonio gastronómico hidalguense es el uso de ingredientes temporales como es la recolección de insectos, flores y hongos, los cuales solamente existen en temporada, que son todo un capricho y que no tienen un precio determinado y que si éste existe es alto, como el caso de los gusanos de maguey y los escamoles, platillo de más alta valía en cualquier restaurante que podamos visitar en México. Debemos reconocer la labor de las cocineras tradicionales del Valle del Mezquital, de los tlachiqueros del Altiplano Pulquero o de las hongueras o nanacateras de Acaxochitlán. El hecho de que se consuman flores, insectos u hongos debe despojar a los consumidores del prejuicio de que la pobreza hace que la necesidad nos haga comer esos elementos que la naturaleza da y que habiendo huevos, carne o legumbre no sería necesario. Se consumen estos elementos porque son ricos e incluso son nutritivos.
Más platillos hidalguenses únicos pero que no sabemos reconocer si lo son: el pescado en caldo con yerbabuena cocinado en Tezontepec de Aldama, los chicharrones de res de Alfajayucan o de Chapantongo, el puerco adobado en barbacoa de Atotonilco de Tula, el ximbote de Tepeapulco, los jamoncillos de pepita y palanquetas de nuez en hoja de maíz de Metztititlán, las chalupas de Pachuca y Real del Monte o los Guajolotes de Tulancingo, el mole de xala de la Sierra, el pan de San Felipe Orizatlán o los taquitos del portal de Ixmiquilpan, los cocoles y burritas de Zempoala, los bocoles y enchiladas de Huejutla o los tamales de salpicón de Huautla y la barbacoa de pavo que los paisanos de la Sierra Gorda hidalguense que viven en Las Vegas hacen cada Día de Acción de Gracias y que es más famosa de lo que imaginamos. Para cerrar el círculo, tenemos el producto que por más de 400 años fue muy apreciado por todos, me refiero al pulque, el auténtico vino de mesa mexicano, forjador de riqueza material, factor de desarrollo y salvador de millones de vidas, el pulque, otrora satanizado resurge y hace que los campos no tarden en reverdecer de magueyes y de darnos tantos privilegios por sus derivados.
En resumidas cuentas, con tantas virtudes, es cosa de echar a andar los recuerdos y darnos cuenta de dónde venimos los hidalguenses, qué nos gusta, qué comemos, qué preparaban las abuelas; afortunadamente este es un ejercicio constante de muchos hidalguenses que preservan su cultura aunque ya no vivan en Hidalgo; con ello la imaginación empresarial no podrá dudar que la gastronomía hidalguense es emblemática y digna de competir con otras, sería apreciada por el turismo y desde luego será alentada por las políticas públicas. Todo ello sin olvidar que debe haber una responsabilidad social, no olvidarnos del campo hidalguense y respetar a los portadores de la tradición, consumir lo local y no permitir que los ingredientes necesarios sean mal pagados o que se acabe su producción como nos lo han demostrado los mensajes emprendidos por la resistencia cultural como aquellos que dicen: “Sin maíz no hay país” y “Sin tlachiquero no hay pulque”.