Enfermera del IMSS Metepec destaca por vocación y entrega a su labor
Guillermina falleció el fin de semana. A sus más de 70 años, diabética, hipertensa, presentó dificultad para respirar mientras se encontraba en casa.
Sus hijas, al notar la gravedad de su madre, el cambio de tono de su piel a un azulado impactante, la trasladaron a la clínica del ISSSTE, en Pachuca, donde, en un intento por salvarle la vida, la intubaron.
La maniobra fue demasiado para Doña Guille, como le decían las amigas a aquella mujer bajita, de canas poco visibles por el tinte, casi ciega por los niveles altos de azúcar, semi sorda por genética familiar, pero siempre con colorete en las mejillas.
No hubo más. Había que notificar a sus seres queridos. Guille no resistió el tratamiento, murió antes de saber si portaba o no el virus Covid 19.
Aún sin los resultados, su cuerpo fue entregado a la familia, que buscó una funeraria que, al tiempo que fuera económica, les permitiera realizar el ritual de adiós acostumbrado, la misa católica, el rosario, la visita final de sus familiares, más de 30, y seres queridos cercanos, calculados en 30 más.
El peregrinar que inició a las 22:00 horas de un domingo, alcanzó el lunes por la tarde sin una respuesta. Todas las funerarias están obligadas a limitar sus servicios a un tiempo específico, a un número de asistentes mínimo y a proponer preferentemente la incineración en caso de muerte por enfermedades respiratorias o con síntomas de las mismas.
No más de 10 personas y sin ritual de velación, les respondieron en varias agencias.
Guille no quería ser cremada, pensaba que sentiría las llamas en el cuerpo, quería ser enterrada “entera”, entregada a polvo en que se convierta, lo que significó otro esfuerzo para la familia, que, con un acta de defunción por paro respiratorio, buscaba en dónde no hubiera trabas a la última voluntad de la madre de nueve, abuela de más de 20, bisabuela de otros tantos, pilar de una familia pachuqueña con raíces en una comunidad indígena.
Una amiga cercana de la familia fue la respuesta. Es dueña de un pequeño salón de fiestas, muy cerca de la unidad deportiva de La Providencia, en Mineral de la Reforma, unos metros cuadrados y jardín que habían mantenido cerrados a causa de la pandemia, salvo algunas reuniones familiares en Día de las Madres y del Padre.
Compraron el féretro, llenaron una camioneta con flores y dijeron a la funeraria que velarían el cuerpo en otro sitio, para llegar, sin caravanas, al popular fraccionamiento, amparados por la noche que empezaba a caer.
Hasta allí llegaron los dolientes, un sacerdote oficiante, una mujer y su esposo para rezar el rosario y más de 100 asistentes que presentaron sus condolencias a la familia, hombres, mujeres, jóvenes e infantes que despedían a la matriarca “como fue su voluntad”.
Hacia el martes al mediodía, la caravana de seres queridos se tendió la mano, se abrazó, se besó con voces llenas de dolor, ojos llenos de lágrimas y manos llenas de pañuelos desechables húmedos de pandemia, tísicos de medidas sanitarias. Se informó sobre el paso siguiente.
Su traslado a su tierra natal, en el Valle del Mezquital, sería otra prueba de fuerza y arrojo, o de necedad y hastío. Guille no quería quedarse en Pachuca tras su muerte, quería que su cuerpo descansara allá donde su padre y su madre, donde otra parte de su familia aún continúa, donde los cementerios también están cerrados a las visitas y el sepelio se tramita entre usos y costumbres.
La caravana habría de partir nuevamente al anochecer, cuando sería más fácil, sin retenes, transitar por la carretera México – Laredo sin comparsas, sin acompañamientos notables, en una camioneta prestada con lona que cubriría el ataúd y que, en poco más de una hora, a velocidad moderada, con dos personas con cubrebocas y los cinturones de seguridad ajustados, para no llamar la atención a la autoridad, estaría en la casa de la infancia de Guille. Habría un velorio más en el pueblo antes de partir, temprano, al cementerio. Un adiós de café y tamales de huesos, otro grupo de rezanderas y los rituales indígenas magníficamente lúgubres de tan bellos.
Serían unas veinte personas las que, caminando, acompañaron el cuerpo de “Gui”, como le decían en el pueblo. Sus hijos y nietos varones, a turnos, la cargaron. Detrás el viudo, algunos familiares, los cantos agudos, las flores.
En el panteón, los enterradores, de trabajo voluntario, el sacerdote católico que dirige antes un rosario y encierra un cirio encendido dentro de una pequeña torre de piedra que sólo se abre para despedir a los muertos que en esa tierra descansen y que, en los últimos meses, parece abrirse más seguido.
Allá va Guille, entre los muertos, complacida en su voluntad, a esperar el Día de Muertos, ya tan cercano, en el que no sabe si más la acompañarán pronto, pero en el que, es seguro, el ritual florido alegre y musical de la muerte no habrá de detenerse sólo por miedo a morir.